martes, 29 de agosto de 2017

Los templarios en la Corona de Aragón (1131-1312)

Al pensar en los caballeros templarios, nos vienen inmediatamente a la mente recuerdos de grandes batallas, luchas sin cuartel en Tierra Santa y de una actitud humilde y ejemplar propia de una orden religiosa.

No obstante, tras estas escuetas líneas quedan muchas piezas por descubrir y encajar para saber cuál fue realmente su historia. A lo largo de este artículo, daremos detalles sobre la misma haciendo hincapié en algunas cuestiones relacionadas con: su origen, nombre característico, su papel en la Corona de Aragón y cómo éste influiría posteriormente en la disolución de la orden junto a una serie de factores.


En primer lugar, cabría decir que el nacimiento de la Orden del Temple está altamente relacionado con el contexto posterior a la primera cruzada  (1096-1099). En este periodo histórico de campañas militares y grandes peregrinaciones armadas, los cruzados cristianos tomaron Jerusalén y parte de la actual al dominio musulmán. No obstante, el control sobre el territorio era bastante débil y poco efectivo en la práctica. Asunto que era fácilmente perceptible, al observar la gran cantidad de ataques que sufrían los peregrinos que acudían a Tierra Santa, en el trayecto entre la costa y Jerusalén.

Con el fin de garantizar la seguridad del peregrino y erradicar esta amenaza, surgió un pequeño grupo de caballeros cruzados que se asociarían hacia el 1119, a los cuales se les concedió como cuartel general el área del antiguo templo judío de Jerusalén, de ahí que empezaran a ser reconocidos como la “Orden del Temple”.

En los primeros años sufrieron serias dificultades, debido a la escasez de miembros y a la falta de financiación. Con el fin de buscar una solución a ello, el líder templario, Hugo de Payens partió en el 1127 hacia Roma para reunirse con el Papa Honorio II, con el objetivo de pedir el reconocimiento oficial de la Orden. Para debatir esta cuestión, el 13 de enero de 1129 en Troyes, se  convocaría un Concilio que portaría el mismo nombre de la ciudad francesa en la que se celebró.


Huge Payens

El resultado, fue que este mismo año se obtendría el reconocimiento eclesiástico y el respaldo de diversos intelectuales entre los que destacó Bernardo de Claraval, quien escribió una obra titulada “Elogio de la nueva milicia” para animar a la nobleza europea a entrar en el Temple. A  partir de este momento lograría un mayor éxito basado en un aumento sustancial del número de miembros y de las donaciones dadas a favor de su causa, dando solución de este modo a las carencias iniciales de la orden.

Tras su reconocimiento en el Concilio, pasarían 10 años hasta que el Papa Inocencio II la reconociera definitivamente como Orden oficial. Este estatus llevaría consigo, la dependencia directa de la autoridad pontificia y a su vez eximiría a la orden de la jurisdicción episcopal. A raíz de esto, podemos dejar constancia de que fue la primera orden de carácter religioso-militar, que configuró el prototipo de otras tantas que irían surgiendo a lo largo de los siglos XII y XIII, como es el caso de las órdenes de Calatrava (1158), Teutónica (1190) y de Santiago (1158).


En el colofón del siglo XII, la Orden del Temple no sólo sería considerada como una fuerza de escolta de peregrinos, sino más bien, como una de las fuerzas militares más destacadas del reino de Jerusalén, cuya influencia política era notable en el Oriente Latino.

Respecto a su papel en la Corona de Aragón, la Orden se instauró en estos territorios en el 1131, en el contexto del avance cristiano en la conquista de la península ibérica. La alta nobleza aragonesa y el propio rey le mostraron su reconocimiento y admiración por su labor en Tierra Santa  y los agasajaron con propiedades y rentas para conseguir su favor con vistas a que colaboraran en la empresa militar que estaban llevando a cabo.

Inicialmente, la Orden de los Templarios no tenía ningún interés en implicarse en esta conquista, sino que sus objetivos principales se basaban en recoger donativos y ganar adeptos para ayudar a sus compañeros en Tierra Santa. No obstante, tras la celebración de una asamblea el 15 de abril de 1134 convocada por el Conde de Barcelona (Ramón Berenger III) se les ofreció grandes privilegios si se decidían a colaborar a favor de la Corona de Aragón, como finalmente hicieron. De hecho, tras finalizar las campañas de Berenguer y su hijo Alfonso, las encomiendas templarias se extenderían por todo el territorio de la Corona, acentuando su presencia al sur del río Ebro y en la región montañosa de Teruel con la intención de proteger la frontera y preparar el avance hacia Valencia.

La influencia política del Temple en la Corona de  Aragón llegó a su culmen durante los reinados de Pedro II (1196-1213) y Jaime I (1213-1270), destacando las numerosas concesiones realizadas tras  la conquista de Valencia y Mallorca. De la primera, recibirían parte de la ciudad de Valencia, la torre de Alibufat y su barrio circundante, además, las posesiones de las ciudades de Peníscola, Xivert y Burriana dónde más adelante fundarían conventos. Y de la segunda, obtendrían la Almudaina de los judíos, 525 caballerías y 365 propiedades inmobiliarias.

Durante los reinados de Pedro III, Alfonso III y Jaime II, no hubo concesiones territoriales como se habían ido realizando en los anteriores. No obstante, se siguieron conservando los privilegios (exenciones reales y pago de varios impuestos). En estos tres reinados se les consideraba en palabras de Juan García Atienza: “huéspedes sin funciones que vivían de las glorias pasadas”.

En tiempos de Pedro III se enfrentarían a una difícil situación ante la conquista de Sicilia (1282), ya que se trataba de un feudo de la Santa Sede y ellos rendían fidelidad tanto al Papa como a la Corona de Aragón. Éstos no se opusieron directamente a la voluntad papal, pero sirvieron a Pedro III  y a su tierra, mostrando fidelidad a la Corona por encima de otras consideraciones.

A pesar del panorama exitoso, en 1291 tras la caída de Acre desaparecieron los Estados Latinos de Tierra Santa, hecho que tuvo como consecuencia la finalización de la misión originaria de la Orden. A la suma, se extendieron una serie de calumnias acerca de esta Orden que fueron secundadas por Felipe el Hermoso de Francia (1285-1314) y Jaime II de Aragón (1291-1314).Las cuales, desatarían una serie de persecuciones y la prohibición de usar nombres y símbolos distintivos de la Orden bajo pena de excomunión, por veredicto del Papa Clemente V.


Jacques Molay sentenciado a la hoguera

Ante esta situación muchos templarios se encerraron en sus fortalezas para luchar contra las fuerzas reales, pero éstas fueron sucumbiendo a lo largo del tiempo y los altos cargos de la Orden como es el caso de Jacques Molay, fueron sentenciados a morir en la hoguera.

Finalmente, en 1312 el Papa Clemente V disolvió definitivamente la Orden. Los templarios capturados serían absueltos a título de exclaustrados bajo la tutela episcopal.  Aquellos que pertenecieron a esta Orden religioso-militar se dispersaron y cada cual ocupó una nueva labor: muchos recalaron en otras órdenes, otros acabaron alistándose entre los almogávares de Oriente a modo de mercenarios y algunos se retiraron para llevar una vida fuera del campo de batalla.

Bibliografía:

Archivo Histórico Nacional,CODICES,L.598

Fuget, Joan, y  Carme Plaza. Los templarios en la Península Ibérica. Madrid: Editorial Círculo de Lectores, 2005.

García, Juan. Los enclaves templarios. Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 2002.

Ortuño, Manuel. "Publicación digital de Historia y Ciencias Sociales". Revista de Claseshistoria, nº301 (2012),   http://www.claseshistoria.com/revista/2012/articulos/ortuno-templarios.html   (Consultado el 1 de Agosto de 2017).

De Moxó, Francisco . “Los templarios en la Corona de Aragón”. Aragón en la Edad Media, nº10-11 (1993), https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=108470 (Consultado el 1 de Agosto de 2017).


Imágenes:




Escudo de la orden de Calatrava: https://es.wikipedia.org/wiki/Cruz_de_Calatrava



Sobre el autor:

Francisco José Gómez García

Graduado en Geografía e Historia por la Universidad Pablo de Olavide, promoción 2012-2016. Periodo en el que desarrolló su interés en la violencia, redes de comercio y nodos de comunicación de la Monarquía Hispánica en Oriente durante la Edad Moderna. Su Trabajo Fin de grado, titulado “La masacre de los sangleyes en el contexto de la imprenta sevillana”, estuvo estrechamente relacionado con estos asuntos. Además, muestra interés por la historia militar, las catástrofes naturales en la historia y la archivística. Actualmente, está matriculado en el Máster en Historia y Humanidades Digitales, organizado por la Universidad Pablo de Olavide.

martes, 22 de agosto de 2017

Emperatriz, reina y regente: la actuación política de Isabel de Portugal

Hasta hace apenas unas décadas, la emperatriz y reina Isabel de Portugal ha sido una de las grandes olvidadas y ha contado con una consideración histórica insuficiente. Esto principalmente se debe a la conformación de una historiografía tradicionalmente androcéntrica que ha contribuido a eclipsar su imagen por la presencia y actuación de su esposo, el emperador y rey, Carlos V, y su hijo, Felipe II. No obstante, pese al papel de incuestionable valor y peso que ambos monarcas tienen en la historia, ésta debe y tiene que poner en suma el papel político de la emperatriz y reina Isabel de Portugal, pues su actuación en el periodo que nos concierne supera el papel de hija, esposa o madre de reyes.


Retrato de la emperatriz Isabel de Portugal. Tiziano (1548)

En la madrugada del 25 de Octubre de 1503 nació en el palacio real de Lisboa la infanta Isabel, una de las mujeres más influyentes e importantes de su periodo, no sólo por convertirse en la esposa de uno de los hombres más poderosos de la historia, sino por su gestión en los asuntos de gobierno. Una gobernante que demostró poseer las cualidades necesarias para las labores de gobierno durante la ausencia de su esposo. Hija de Manuel I de Portugal, apoderado «el Afortunado», Isabel recibió una excelente formación humanística de gran bagaje cultural y teológico de parte de su madre, María, infanta de Castilla y Aragón e hija de los Reyes Católicos. Sin duda, he aquí un aspecto de especial relevancia que podría dar pie a comprender el interés, la preocupación y deseo de la emperatriz por intervenir y dejar su sello personal en los asuntos políticos: la intervención e implicación de su madre, la Reina María en diversas cuestiones de gobierno como en las mediaciones con el rey, su padre, Fernando el Católico o su implicación en cuestiones de la frontera. De modo que la alta formación que la emperatriz recibió en la corte portuguesa pasaba por convertir a Isabel en una reina con un deber más allá de el de garantizar la sucesión en sus reinos. Estaba llamada a contribuir al servicio de una cuestión de estado de la que, como veremos, no se sentirá ajena.

Durante sus trece años de gobierno, la emperatriz demostró estar a la altura de las cualidades y virtudes que se le atribuía. Desde un principio, Isabel parecía ser la candidata perfecta a convertirse en la futura esposa del emperador Carlos V. Las Cortes castellanas veían en la infanta portuguesa la opción idónea. Nieta de los Reyes Católicos y hermana del rey más rico de la cristiandad, Juan III, las cortes de Castilla no dudaban en exigir al César el acuerdo matrimonial con la futura emperatriz. Consejeros y diferentes miembros de la sociedad castellana, alzaban las voces a favor de Isabel, quienes le atribuían destacadas y pronunciadas virtudes y cualidades dignas de una reina y emperatriz destinada al cuidado y a la administración de los reinos peninsulares en ausencia del emperador: prudencia, discreción, voluntad, generosidad y sencillez. De hecho, el mismo emperador en una carta enviada al Obispo Grasi, señor de Mónaco, explica los motivos que le llevó a contraer matrimonio con la infanta portuguesa y en ella exalta las altas virtudes de su futura esposa. Carlos V resalta la prudencia y santidad de sus costumbres dignas de serles encomendado el cuidado y administración de sus reinos. El emperador no deja pasar por alto el linaje clarísimo y altamente ilustrado de su esposa, así como su gran religión y piedad, y la importancia de la dote. 


El emperador Carlos V y la emperatriz Isabel de Portugal. Copia de Rubens de un cuadro desaparecido de Tiziano (1628-1629).

Isabel de Portugal ostentó los cargos de reina y emperatriz del Sacro Imperio Románico Germánico desde 1526 y 1539, entre los cuales se le concedió la regencia de los reinos peninsulares en tres ocasiones. Los años dedicados a la regencia de los reinos tuvieron lugar en diferentes momentos de su vida, sin duda, el más importante de todos ellos transcurrió entre los años 1529 y 1533, periodo que coincidió con el mayor tramo de tiempo de ausencia del emperador. Los otros dos, en cambio, fueron en 1528 y en 1538, un año antes de su prematuro fallecimiento. Durante ese tiempo, Isabel no sólo se dedicó a atender a los asuntos de gobierno sino también se encargó de la educación de sus hijos.

En todos esos años podemos percibir una evolución en el papel político de la emperatriz. En un principio, debido al desconocimiento de la gestión y el gobierno de las tierras castellanas, vemos a una reina más cercana al Consejo real; sin embargo, con los años veremos a una emperatriz más suelta, experta, segura y preparada para asumir por ella misma las cuestiones políticas, sobre todo la defensa de los territorios peninsulares de Barbarroja y sus huestes, la organización de las Indias y la lucha contra el maltrato de los naturales. Para ello una de sus principales preocupaciones fue la consecución permanente de dinero, por la que luchó incansablemente por conseguir a como diera lugar. Junto a ello, y aunque su actuación política se limitaba sólo a los asuntos políticos que concierne a los reinos peninsulares, la emperatriz intervino en no pocos asuntos del Sacro Imperio, proponiendo y opinando sobre los problemas con Francia, la defensa de su tía Catalina de Aragón y manteniendo correspondencia con embajadores y el propio Papa.

Ninguno de los últimos estudios históricos que recoge el papel de la emperatriz en los asuntos de gobierno y poder político cuestiona su criterio y gran capacidad organizativa en las labores administrativas y políticas llevadas a cabo durante los periodos de regencia; sin embargo es importante resaltar que la actuación política de la emperatriz estuvo siempre guiada, acompañada y supeditada a las decisiones del emperador y a la de su amplio equipo de consejeros. Entre ellos, Juan Tavera, arzobispo de Santiago y Francisco de Zuñiga, el Conde de Miranda. Su labor al frente de los reinos peninsulares siempre contó con la aprobación del emperador, de sus consejeros y de la mayor parte de los cortesanos. Por esa razón, durante su mandato apenas se aprecian disputas y problemas con la nobleza, aunque sí sería interesante destacar sus diferencias con el almirante castellano, Fadrique Enríquez, Señor de Medina de Rioseco y conde de Melgar.

Los estudios hablan de ella como el alter ego o ayudadora del emperador, una mujer que no era ajena a las cuestiones políticas y que a además de rendir absoluta lealtad al emperador, quiso elaborar su propia línea de actuación. La emperatriz siempre asistió a su esposo aunque en determinados momentos pareció mostrarse disconforme con algunas de sus decisiones o retrasos en las misivas. Desde el primer momento, Isabel asume su papel y se muestra interesada en cumplir con su deber, y por esa razón desde muy pronto encontraremos su nombre y firma en cientos de documentos que hoy en día se nos conservan. En balance general, podemos deducir que la reina Isabel desempeñó sus funciones con gran habilidad y prudencia. Todo lo que realizaba procuraba hacerlo con absoluto control y detalle, con el fin de estar a la altura de lo que de ella se esperaba. La emperatriz gobernó con cordura y tacto político, mostrando altos dotes de diplomacia.

La actuación política de Isabel dejó una huella tanto en el emperador Carlos V, como posteriormente en su hijo, Felipe II. Las opiniones de la emperatriz y su forma templada, paciente y organizada de llevar los asuntos de gobierno tuvo que influir de alguna manera en muchas de las actuaciones y decisiones del emperador. Del mismo modo, la emperatriz se convirtió en un referente para su hijo Felipe II, quien no dudó en actuar, en muchos momentos, como su madre lo había hecho.


Bibliografía

-          Jiménez Zamora, I: “La actuación política de la Emperatriz Isabel (1528-1538)” Espacio, tiempo y forma. Serie IV Historia Moderna. 29 (2016): 163-185
-          Jiménez Zamora, I. La emperatriz Isabel de Portugal y el gobierno de la monarquía hispánica en tiempos de Carlos V (1526-1539). Madrid: UNED. Tesis Doctoral. 2015
-          Piqueras Villaldea, Mª I. Carlos V y la emperatriz Isabel. Madrid: Actas. 2000.
-          Alvar Ezquerra, A. La emperatriz. Madrid: La esfera de los libros. 2012


Imágenes

Retrato de la emperatriz Isabel de Portugal.
https://es.wikipedia.org/wiki/Retrato_de_Isabel_de_Portugal_(Tiziano)#/media/File:Isabella_of_Portugal_by_Titian.jpg


Sobre la autora

Cristina Cardador Ruíz

Graduada en Geografía e Historia por la Universidad Pablo de Olavide, promoción 2011-2015. Realizó su Trabajo de final de Grado sobre el culto imperial en Itálica. Interesada en el género y los estudios históricos acerca de las mujeres en la Antigüedad y en la Modernidad. Realizó el Máster en Religiones y Sociedades organizado por la Universidad Pablo de Olavide y la Universidad Internacional de Andalucía, el cual culminó con el Trabajo de final de Máster titulado “Plotina y Sabina en la religión romana”. Actualmente cursa el Máster en Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanza de Idiomas en la Universidad Pablo de Olavide. 

jueves, 10 de agosto de 2017

Dadá: la vida sin pantuflas ni paralelos

Dadá es nuestra intensidad: que erige las bayonetas sin consecuencia la cabeza sumatral del bebé alemán; dadá es la vida sin pantuflas ni paralelos; que está en contra y a favor de la unidad y decididamente contra el futuro; sabemos sensatamente que nuestros cerebros se convertirán en cojines blanduzcos, que nuestro antidogmatismo es tan exclusivista como el funcionario y que no somos libres y gritamos libertad; necesidad severa sin disciplina ni moral y escupamos sobre la humanidad.[1]

En una Europa asolada por la radicalidad de la Primera Guerra Mundial, donde –además- el clima vanguardista está en pleno auge, no puede sino surgir la radicalidad del arte en su más pura esencia. No podemos enfocar Dadá como un movimiento artístico más, pues escapa de los límites siempre indefinidos con los que la historiografía cataloga cualquier manifestación artística: Dadá es un movimiento irrisorio, antiartístico, una negación rotunda; es un estado del espíritu, una actitud, la Idea llevada a la materialización más desmoralizada y compleja.
En un ambiente caldeado por las muertes y la devastación que está generando la Gran Guerra, Dadá supone el reconocimiento, en definitiva, de la esencial inutilidad social del arte, y el reconocimiento y la asunción también de la inexistencia de una función social del artista: el arte se tiene a sí mismo como contenido; no hay, pues, un lugar social para el artista o, si se quiere, redundantemente, sólo hay un lugar artístico para el artista. Dicho de otro modo: Dadá no pretende ser una alternativa más al desarrollo del nuevo arte – la vanguardia- ni una nueva moral de compromiso, sino que nace como una necesidad.

En Alemania se instaura la República de Weimar (1918-1933), que duró poco más de un decenio y que a su vez sería sustituida por un Régimen dictatorial. Esta situación prendió la mecha ideológica y creó una profunda crisis respecto al mundo del arte y la cultura, donde ya comenzaron a detectarse síntomas de malestar a lo largo del siglo XIX, síntomas que explican estos párrafos.

Tras instalarse en el poder la burguesía, el arte se separa de la sociedad: después de que el artista se liberase de la dependencia ideológica del Antiguo Régimen, el mercado se convirtió en el único ámbito en el que era pensable la creación. Así pues, al comenzar el artista a participar en el mercado pierde su papel social. Ante esta pérdida, los artistas comenzarán a producir actitudes de rebeldía: desde hacer un arte en servicio de la sociedad, hasta hacer una sociedad a medida del arte. Es por ello por lo que los dadaístas abogan por hacer un arte que denuncie las injusticias de su época, y denuncian el ejercicio de mímesis que se ha llevado a cabo con anterioridad, que pierde sentido (en el Renacimiento por ejemplo,  se intenta imitar el arte de la Antigüedad Clásica) y que denota la despreocupación del artista respecto a lo que le rodea: la crisis social y el estado de pobreza ideológica, política y social. Así pues, el artista, no puede contemplar la posibilidad de crear sin ser influenciado por el atropello general, sintiéndolo como suyo hasta el último estrago.

El surgimiento histórico de Dadá se remonta al año de 1916 en Zurich: un grupo de exiliados de la Guerra se reúnen para compartir su actividad. Si el “arte por el arte” era la “mentira de su real dependencia como mercancía”, ponía de manifiesto también, como tal mentira, la irrecuperabilidad social de su mensaje. Hugo Ball es quien se considera fundador del movimiento dadaísta, y a él se le unen personajes como Tristan Tzara, Hans Arp, Emmy Hennings o Marcel Janco.

¿Por qué “Dadá”?

“Hugo Ball y yo descubrimos por casualidad la palabra Dadá en un diccionario alemán-francés mientras buscábamos un nombre para Madame le Roy, cantante de nuestro cabaret. Dadá significa en francés “caballito de mar”. Es una palabra breve y sugestiva y se convirtió en breve en el estandarte de todo cuanto defendíamos en el cabaret Voltaire”.  Con este párrafo explica Richard  Huelsenbeck la elección de Dadá, si bien Tzara, en su Manifiesto Dadaísta (1918), nos recuerda con la mayúscula más tajante y explicativa que DADÁ NO SIGNIFICA NADA.

“Dadá, esta es una palabra que lleva a la caza las ideas; cada burgués es un dramaturgo en pequeño, inventa temas diferentes, en vez de colocar a los personajes convenientes al nivel de su inteligencia, crisálidas en sillas, busca las causas o los fines (siguiendo el método psicoanalítico que él practica) para cementar su intriga, historia que habla y se define.

Cada espectador es un intrigante si trata de explicar una palabra (¡conocer!). Desde el refugio  enguatado de las complicaciones serpentinas, hace manipular sus instintos. De ahí los infortunios de la vida conyugal.

Explicar: Diversión de los vientres – rojos a los molinos de los cráneos vacíos.

DADÁ NO SIGNIFICA NADA”

Resultará quizá significativo para el lector saber que, en dicho Manifiesto  Dadaísta de 1918, tras una serie de irracionalidades e incoherencias en el nombre del arte y contra el arte, las únicas palabras escritas en mayúscula además de estas son libertad y vida.

Esta idea de que Dadá no es nada es la premisa desde la que, paradójicamente, parte cualquier obra dadaísta. Francis Picabia, en su Manifiesto Caníbal, constata con seguridad que:

DADÁ no siente nada, no es nada, nada, nada.
Es como vuestras esperanzas: nada
como vuestros paraísos: nada
como vuestros ídolos: nada
como vuestros políticos: nada
como vuestros héroes: nada
como vuestros artistas: nada
como vuestras religiones: nada.

Silbad, gritad, rompedme la cara y después ¿qué? Os diré además que sois tontos. En tres meses venderemos yo y mis amigos nuestros cuadros por algunos francos.[2]

La contradicción es constante y se unifica con la crítica: mientras escapa del capitalismo y la mercantilización de la obra, venden sus cuadros por algunos francos. La mofa, la sátira y la crítica son elementos conformadores de Dadá, haciendo que podamos definirlo como un arte cínico.

Bien es cierto que el propio Tzara es también quien nos cuenta el origen exacto del término “Dadá”: “Por los diarios se entera uno que la cola de una vaca santa los negros Krou la llaman dadá. El cubo y la madre en cierto lugar de Italia: dadá. Un caballo de madera, la nodriza, doble afirmación en ruso y en rumano: dadá.”. Es, por tanto, una palabra polisémica cuyo significado varía en función del idioma en el que la apliquemos.

También el azar es uno de los principales ingredientes de Dadá. La incoherencia, la ilógica y la incertidumbre complementan este azar, entendido como un camino hacia la libertad tanto en el ámbito artístico como en lo personal.

La palabra dadá simboliza la relación más primitiva con la realidad circundante; con el dadaísmo se abre paso con pleno derecho  una nueva realidad. La vida se manifiesta como un barullo simultáneo de ruidos, colores y ritmos espirituales, que es aceptado de un modo imperturbable en el arte dadaísta con todos los gritos y fiebres sensacionales de su psique cotidiana osada y en toda su realidad brutal. (…) El dadaísmo, por primera vez, ya no se enfrenta de un modo estético a la vida, ya que hace trizas en sus partes integrantes todos los tópicos de la ética, de la cultura y de la interioridad, que no son más que abrigos para músculos débiles.
Manifiesto dadaísta en Berlín. 1918

Resulta de igual modo imprescindible señalar que, aunque Dadá encuentra maneras de expresión artística en casi cualquier manifestación, su máximo exponencial lo hallaremos en la poesía. Es necesario entender la poesía como un ente vivo en constante cambio y movimiento: si hasta ahora la poesía había basado su principio básico en las palabras, con Dadá este principio se encontrará en los fonemas. Hablamos, pues, de poesía fonética en su sentido más estricto. 



Quizá sea el poema Karawane, de Hugo Ball, el ejemplo más conocido de esta poesía dadaísta. Pese a que el título significa “caravana” en alemán (lo cual implica que tiene una semántica intrínseca), el contenido del poema está basado en sílabas cuyo conjunto fonético contiene su propia significación, sin que su estructura gramatical sea precisa y sin que esta significación sea necesariamente legible o traducible.  Ball se basa en sonidos de las lenguas y danzas africanas para crear un nuevo lenguaje donde la palabra no tiene valor, residiendo éste en el carácter fonético y audible de los versos; manera de hacer que repercutirá enormemente en artistas como Kurt Schwitters  (su Ur Sonate es una clara muestra de recitación fonética) y en posteriores corrientes literarias como la poesía beatnik.

Fuera de la poesía fonética, Tristan Tzara es quizá el más sobresaliente poeta del dadaísmo, si bien su estilo también escapa de los límites de la poesía convencional. El hombre aproximativo, publicado en 1931 y traducido al castellano en la preciosa edición de Visor de Poesía por Fernando Millán, contiene entre sus párrafos – a juicio de quien escribe estas líneas-  la propia esencia de la poesía en sí. Nuestra opinión se explica sola con un breve fragmento del segundo capítulo (sic):

hombre aproximativo como yo como tú lector y como los otros
montón de carnes ruidosas y de ecos de consciencia completa en el solo pedazo de voluntad tu nombre transportable y asimilable cortés por las dóciles inflexiones de las mujeres
diversos incomprendidos según la voluptuosidad de las corrientes interrogadoras
hombre aproximativo moviéndote en los poco más o menos del destino
con un corazón como maleta y un vals a guisa de cabeza
vaho sobre el frío hielo tú te abstienes de verte a ti mismo
grande e insignificante entre las joyas de escarcha del paisaje
sin embargo los hombres canta en corro bajo los puentes
del frío la boca azul contraída más lejos que la nada hombre aproximativo o magnífico o miserable
en la niebla de las castas edades
habitación a poco coste los ojos embajadores de fuego que cada uno interrogue y atienda en el forro de caricias de sus ideas
ojos que rejuvenecen las violencias de los dioses ágiles
saltarín al disparo de los resortes dentarios de la risa
hombre aproximativo como yo como tú lector
tienes entre tus manos como para lanzar una bola cifra luminosa tu cabeza plena de poesía. 






[1] TZARA, T. Manifiesto del Señor Antipirina. 1918.
[2] PICABIA, F. Manifiesto Caníbal Dadá. En Dadaphone, marzo de 1920.



Bibliografía

(Especial mención a Yolanda Romero Tamudo por su impecable conocimiento sobre Dada, de ayuda imprescindible para este trabajo).

GONZÁLEZ GARCÍA, A.; CALVO SERRALER, F.; MARCHÁN FIZ, S.: Escritos de arte de vanguardia. 1900-1945. Istmo ediciones, 2009.

HUELSENBECK, R.[Traducción de Anton Dieterich]: Almanaque Dadá. Editorial Tecnos S.A. Madrid, 1992.

HUELSENBECK, R. En Avant Dada (El  club Dadá en Berlín). Alikornio Ediciones.

TZARA, T.: Siete manifiestos Dadá. Tusquets editores. Barcelona, 1999.

TZARA, T. [Traducción de Fernando Millán]: El hombre aproximativo. Colección Visor de Poesía. Madrid, 2001.


Sobre la autora

Cristina Busto

Graduada en Historia del Arte por la Universidad de Salamanca, promoción 2012 - 2016, con un Trabajo Fin de Grado dedicado a la presencia del grabado ukiyo-e en el arte occidental de los siglos XIX y XX. Actualmente investiga aspectos del arte contemporáneo, centrándose especialmente en el Dadaísmo y su repercusión; y sobre las relaciones entre la literatura y la plástica. 

martes, 1 de agosto de 2017

La grandeza de Roma: Polibio y la síntesis de las tres formas de gobierno

La influencia que Roma ha ejercido en la ulterior Historia de la civilización occidental es un hecho incontestable; su omnipresencia se ha manifestado en todos los aspectos de la vida humana hasta la actualidad. Tras ser conscientes de esto, la pregunta que sigue es: ¿por qué fue grande Roma?

Esta misma cuestión fue ya planteada por sus contemporáneos, quienes veían cómo la capital del Lacio se hacía con la hegemonía del mundo conocido, convirtiéndose en la protagonista del género histórico. Entre ellos, destacan los escritos de Polibio (n. 200 a.C. – m. 118 a.C.), aristócrata oriundo de Megalópolis de Arcadia, cuya vida estuvo marcada, al igual que la de todos los griegos de su época, por la derrota de Perseo de Macedonia frente a Paulo Emilio en la Batalla de Pidna en 168 a.C., tras la cual fue deportado a Roma junto a otros notables de la abatida Liga Aquea. Ingresó en el círculo de los Escipiones, familia de distinguidos generales y políticos romanos, cuya influencia le permitió gozar de cierta libertad con respecto a sus compatriotas, así como observar de primera mano los motivos que posicionaron a la Urbe a la cabeza del Mediterráneo.

Sus Historias recogen los acontecimientos comprendidos entre el comienzo de la Primera Guerra Púnica en 265 a.C. y la destrucción de Cartago en 146 a.C., con el objetivo de explicar el hecho histórico de mayor envergadura que se había dado en su época: el vertiginoso ascenso de la República.


Εκ των Πολυβιου του Μεγαλοπολιτου εκλογαι περι πρεσβειων =  Ex libris Polybii Megalopolitani selecta De legationibus. Amberes, 1582

El Libro VI, quizá el más influyente en la literatura política posterior a pesar de que sólo se conservan fragmentos, es el que da la respuesta al interrogante formulado al inicio del artículo. La sentencia de Polibio es simple, al tiempo que sumamente compleja: la clave de la grandeza de Roma reside en su Constitución.

Tal vez con motivo de dotar a su obra de cierto dramatismo, el historiador aqueo interrumpe la continuidad de la narración justo después de la Batalla de Cannas, el momento más tortuoso para Roma en los cincuenta y tres años recogidos en su exposición, para iniciar una digresión con el objetivo de describir la constitución de los romanos, considerada por el autor superior a la púnica y, por supuesto, a todas las demás; idea que es repetida de forma insistente (aunque con mucha menor intensidad) en toda la obra. Hace, pues, uso de los supuestos ético-filosóficos del Estoicismo al afirmar que la prueba de la perfección consiste en “la capacidad de soportar con nobleza y entereza los cambios de Fortuna” (VI 2, 6).

En primer lugar, Polibio procede a enunciar las diferentes tipologías de gobierno que han sido adoptadas por las Poleis; es consciente de que esta cuestión ha sido abordada en reiteradas ocasiones por anteriores pensadores (el origen del debate puede rastrearse hasta Heródoto, III 82, 6), quienes en su mayoría establecieron una división tripartita: realeza, aristocracia y democracia, diferenciadas entre ellas por el modo en que se ejerce el poder y el número de sujetos que ostentan el mismo. Desde la óptica del megalopolitano, esta clasificación es absolutamente errónea, pues ni son las únicas, ni mucho menos las mejores; la monarquía y la tiranía, a pesar de ser gobiernos unipersonales, según Polibio distan mucho de la realeza (el distinguir tres apelativos para el gobierno unipersonal es algo sin precedentes en el Mundo Antiguo), ocurriendo lo mismo con la aristocracia y la democracia.

En la realeza, el titular del poder accede a este mediante elección al ser aceptado voluntariamente por el pueblo, y lo administra mediante el uso de la razón, y no a través del miedo y la violencia (propio de la tiranía o monarquía); tampoco debe ser considerada aristocracia cualquier oligarquía, sólo aquella que sea dirigida por justos y prudentes; sólo existe democracia cuando se impone la opinión mayoritaria “allí donde es costumbre venerar a los dioses, honrar a los padres, reverenciar a los ancianos y obedecer las leyes” (VI 4, 1-5). Por tanto, la concepción polibiana distingue seis variedades de constituciones: las tres convencionales (las tipologías “puras”), y otras tres derivadas de estas resultado de su degeneración, que son la monarquía/tiranía, oligarquía y demagogia. Para Polibio, estas no caracterizan a los Estados per se, sino que son etapas de su desarrollo sujetas a una ley sociológico-política de carácter universal. Se trata, mutatis mutandis, de un desarrollo orgánico con etapas de infancia, madurez, declive y muerte, correspondiendo a cada una un sistema político concreto: la monarquía, modelo primitivo surgido de manera natural y espontánea, es seguida inmediatamente por la realeza al corregir su conducta; sus vicios inherentes, empero, acabarán por hacerse notar, degenerando así en su antítesis, la tiranía, la cual acabará siendo derrocada por una aristocracia, que virará hacia la oligarquía al disolver sus vínculos iniciales con el pueblo, el cual, indignado por la conducta de sus líderes, procederá a gobernarse a sí mismo estableciendo una democracia. Al cabo del tiempo, la pérdida de respeto a las leyes y el deseo de satisfacer los intereses propios truncando los ajenos dan lugar a la demagogia, sobre la cual acabará por imponerse un poder fuerte que retornará a la situación monárquica inicial. Este esquema cíclico del desarrollo de los Estados de carácter  determinista se conoce como Anaciclosis.

Sin embargo, Polibio aprecia cómo Roma no se encuentra en ninguna de estas etapas, lo cual es debido a la complejidad de su constitución: la República sintetiza en una sola las tres modalidades puras de gobierno, conformando así una constitución mixta. El autor establece un paralelismo con el estatuto otorgado a los espartanos por Licurgo, quien fue capaz de prever la evolución natural de los Estados; la diferencia radica en que los romanos se dotaron de esta situación gracias a la experiencia, aglutinando progresivamente aquellos elementos capaces de servir a la estabilidad del gobierno. Las tres fórmulas estaban perfectamente integradas y cooperaban entre sí:
         La potestad de los Cónsules es propia de una constitución monárquica (o real), pues, mientras se encuentran en la capital, tienen competencia sobre todos los asuntos de la República; todos los magistrados les están subordinados, a excepción del Tribunado de la Plebe (dado que estos son capaces de impugnar sus mandatos gracias al derecho a veto); su autoridad es quasi absoluta en lo referente a las cuestiones de política exterior.
         El Senado se reserva las atribuciones fiscales al controlar el erario público, luego administra los ingresos y los gastos; investiga públicamente los delitos más graves del código penal; envía embajadas a las provincias para declarar la guerra, aceptar la paz... ergo, en ausencia de los Cónsules, la constitución romana parecería perfectamente aristocrática.
         Por último, la Plebe es quien tiene la parcela más pesada: monopoliza la facultad de conceder honores e infligir castigos (aunque en la práctica, esto último era delegado a los tribunales); juzga las multas impuestas, especialmente cuando los reos han detentado altos cargos políticos; sólo el pueblo tiene permitido condenar a muerte, y a quienes ha sido impuesta esta pena les está permitido exiliarse a la vista de todos; confiere las magistraturas a quienes las merecen; es la máxima autoridad a la hora de votar las leyes formuladas por el Senado; los comicios deliberan sobre las alianzas, tratados de paz, pactos... el pueblo es, en definitiva, quien ratifica o rechaza todo lo acordado, y, dado que goza de tales atribuciones, no es para nada erróneo afirmar que la constitución de la República era democrática.
       
La clave del funcionamiento de esta maquinaria política reside en la necesidad obligada de cooperación entre las tres instituciones, uniendo la voluntad de todos los ciudadanos en una sola y, por encima de todo, evitando la exacerbación de los vicios congénitos que acaban por corromper a todas las constituciones. Este esquema político es, sin ninguna duda, un verdadero precedente de la Separación de Poderes, uno de los fundamentos innatos al Estado de Derecho moderno acuñado por Montesquieu, inspirado en los modelos clásicos, especialmente en el descrito por Polibio; hecho que confirma la huella imborrable que la República Romana dejó para siempre en la cultura europea.


Bibliografía:

POLIBIO, Historias, VI, Madrid: Biblioteca Clásica Gredos, 1991.

NICOLET, C.: “Polybe et les institutions romaines”, en GABBA, E. (coord.): Polybe. Neufs Exposés Suivis de Discussions, Genève: Fondation Hardt, 1974.

WALBANK, F. W.: A Historical Commentary on Polybius. Volume I. Commentary on Books I-VI, Oxford: Oxford Clarendon Press, 1957.

ROMERO, J.L.: De Heródoto a Polibio: el pensamiento histórico de la cultura griega, Buenos Aires: Miño y Dávila Editoriales, 2009.

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Sobre el autor

Juan Manuel Ortega Madroñal
Estudiante de Historia por la Universidad de Sevilla. Sus principales áreas de interés se centran en la Historia Antigua, especialmente la Asiriología y el Mundo Clásico, así como la herencia que la Antigüedad ha legado a los períodos posteriores. Complementa sus estudios universitarios con exhaustivas lecturas de los historiadores griegos y romanos (siendo Tucídides y Tácito sus predilectos), junto con el aprendizaje de la filosofía política del Renacimiento.